La nueva frontera del país: aulas que ya no enseñan sólo contenidos, sino supervivencia emocional
Por Renata Vuller · Especial para NACOMA
En la Argentina, la educación siempre funcionó como un espejo moral. Allí donde el país quiso verse moderno, progresista, democrático, apostó —al menos en el discurso— a sus aulas. Hoy, ese espejo está resquebrajado. No roto, todavía, pero sí trizado por tensiones que exceden cualquier reforma curricular: un malestar generacional profundo, la crisis de sentido, la violencia silenciosa que corre por debajo de las estadísticas y que ningún boletín oficial alcanza a nombrar.
Lo que está en juego no es solamente si los estudiantes “aprenden”. Lo que está en juego es qué país imaginan mientras aprenden, y si ese país todavía existe.
I. El aula como lugar de riesgo emocional
Lo que antes era un espacio previsible hoy es un territorio sin mapa. Directivos y docentes describen una escena que se repite de Ushuaia a La Quiaca: chicos exhaustos, irritables, desconectados de sí mismos y de los demás. Una fatiga emocional difusa que no responde sólo a la pobreza, la inflación o la incertidumbre del futuro, aunque todo eso pesa como un clima de época.
En entrevistas realizadas en junio y agosto de este año, psicopedagogas de escuelas públicas del Conurbano contaron un fenómeno inquietante: los alumnos ya no preguntan “¿para qué sirve?”, sino “¿para quién soy necesario?”. Es un salto cualitativo en la desesperanza.
La escuela —el último refugio institucional en vastas zonas del país— está conteniendo, como puede, crisis que antes ocurrían en espacios íntimos: ataques de ansiedad, colapsos emocionales, microagresiones, silencios que duran meses. El aula se volvió una especie de sala de guardia emocional donde cada docente ejerce, sin preparación, roles de contención psicológica.
“Estamos enseñando a sobrevivir antes que a aprender”, resume Mariana, 42 años, docente de Biología en una secundaria técnica.
II. La fractura invisible: desigualdad cognitiva
Hay una grieta que no se discute en televisión: la desigualdad cognitiva. No es sólo desigualdad económica. Es la brecha entre quienes llegan a la escuela con un piso emocional y simbólico estable, y quienes llegan en estado de urgencia permanente.
La Argentina tiene hoy tres tipos de estudiantes:
- Los que pueden aprender (estabilidad afectiva, apoyo familiar, dispositivos, tiempo).
- Los que quieren aprender pero no pueden (contextos violentos, familias desbordadas, trabajos precarios).
- Los que ya no imaginan aprender (fractura emocional profunda, desconexión subjetiva).
Es un mapa silencioso. Incómodo. Pero imprescindible.
La pandemia aceleró esta asimetría: los estudiantes con familias presentes ganaron autonomía; los demás quedaron suspendidos en un limbo que todavía no termina.
La sociología argentina ya tiene un término para esto: “infancias interrumpidas”. Vidas que avanzan sin continuidad, sin rituales, sin comunidades estables. Y la escuela intenta guardar la forma mientras el país se vuelve líquido.
III. La violencia que no se ve: el nuevo clima cultural
En la escuela, la violencia no aparece como grandes estallidos sino como un “ruido de fondo”: respuestas cortas, miradas esquivas, ironías defensivas, el celular como escudo. Es un modo de evitar la vulnerabilidad.
Argentina transita un momento cultural en el que la sensibilidad se vive como un riesgo. Crecer en este clima significa endurecerse temprano. No sentir es una forma de protección.
Pero la escuela necesita justamente lo contrario: apertura, curiosidad, disponibilidad emocional. Ahí se produce el choque de placas tectónicas entre la cultura narcisista del rendimiento y la educación como proceso humano.
La pregunta no es si la escuela debe “adaptarse” al nuevo clima emocional. La pregunta es si puede resistirlo sin resignar su función civilizatoria.
IV. El rol imposible del docente argentino
Argentina tiene un recurso humano extraordinario: sus docentes. Exhaustos, mal pagos, poco reconocidos, sí. Pero también increíblemente lúcidos, flexibles y comprometidos.
Hoy deben enseñar contenidos del siglo XX, afrontar emergencias emocionales del siglo XXI y sobrevivir a una precariedad laboral que parece del siglo XIX.
Son la última red de contención del Estado, sin el Estado.



Un director de escuela media en Rosario lo resume así:
“La escuela cayó en un agujero donde todo se debate menos la subjetividad. No hay política educativa posible si no entendemos el dolor con el que llegan estos chicos.”
No es una frase dramática. Es literal.
V. ¿Qué está en juego? Más que educación: identidad
La escuela no es sólo un lugar donde se aprenden contenidos. En la Argentina, siempre fue un espacio donde se imaginaba comunidad: el lugar donde se formaba una idea compartida de país.
Hoy, esa construcción está en riesgo.
Si la educación argentina colapsa, no colapsa sólo un servicio público: colapsa la posibilidad misma de un proyecto común.
Porque ningún país sobrevive únicamente con su economía: sobrevive si sus generaciones jóvenes sienten que pertenecen a algo.
Y hoy, demasiados adolescentes sienten que no pertenecen a ninguna parte.
VI. ¿Qué necesita el sistema educativo hoy?
Cinco urgencias:
- Reconstrucción emocional: programas serios de salud mental escolar, no parches.
- Acompañamiento familiar: políticas públicas que fortalezcan la vida doméstica, no sólo la escolar.
- Contenidos del presente: alfabetización digital seria, pensamiento crítico, educación afectiva y ética.
- Condiciones laborales reales para docentes: salarios, formación, equipos interdisciplinarios.
- Un pacto cultural: devolverle prestigio simbólico a la escuela.
Pero sobre todo, la Argentina necesita recuperar una certeza básica:
las escuelas son lugares sagrados.
VII. Conclusión: el futuro que vibra en un aula
Si uno escucha con atención una escuela argentina —los murmullos, las mochilas golpeando el piso, las risas súbitas, los silencios densos— se da cuenta de algo potente: todavía hay vida. Todavía hay jóvenes que buscan, que preguntan, que esperan que alguien les diga que valen la pena.
La Argentina está a tiempo de reconstruirse desde sus aulas.
Pero necesita mirar ese territorio con la lucidez y la compasión que merece:
la educación no está en crisis porque el país está mal; el país está mal porque desatendió su educación.
Renata Vuller
Para NACOMA