Por Mar Martínez
A veces el fútbol no llega por la televisión ni por la radio.
Llega por un silencio.
Un silencio que se estira un segundo más de lo normal, como si alguien hubiera frenado el mundo para acomodarse el corazón.

Fue hoy, a las 17:14.
Estaba sentado afuera de la librería, mate NACOMA tibio, máquina de escribir dormida, música suave en el auricular izquierdo. El barrio había entrado en ese estado raro donde parece que todos respiran al mismo ritmo.
Y entonces ocurrió.
No vi el partido.
No sé quién jugaba.
No sé el minuto.
Pero escuché un grito ahogado desde adentro de una casa, un perro ladró como si hubiera entendido, una ventana vibró, y un chico en la vereda de enfrente se quedó quieto con la pelota bajo el pie, como si el mundo le hubiera dicho: mirá.
Yo no sabía qué había pasado, pero sabía que había sido gol.
No un gol cualquiera:
un gol de esos que abren un pliegue en la tarde, que te reorientan sin pedir permiso.
Un gol que no ves, pero sentís.
Y me di cuenta de algo que en NACOMA repetimos, pero hoy lo entendí de verdad:
El fútbol es una brújula emocional.
Una forma de orientación.
Un modo de saber dónde estás.
Ese gol —el que no vi— acomodó algo en mí.
Me hizo sentir que todavía hay cosas que no responden a algoritmos, ni a agendas, ni a dispositivos.
Que todavía existe un gesto humano lo suficientemente fuerte como para cruzar paredes, frenar el ruido y entrar en tu tarde como un soplo de verdad.
Pensé en Szymborska, que decía que lo que cambia el día no siempre es lo que pasa, sino lo que no pasa pero se siente.
Un gol es eso:
una interferencia emocional entre la vida que llevás y la vida que todavía podría ser.
Lo anoté en la hoja que seguía en blanco en la máquina:
Gol sin imagen. Gol interior. Gol brújula.
Y mientras la tinta se secaba, escuché otra vez al chico de la vereda darle un toque suave a la pelota.
No fue un pase.
Fue un pequeño agradecimiento al misterio.