Por qué todavía necesitamos la literatura en un mundo que nos acelera

Por Mateo Alvar — Revista NACOMA

La escena es cotidiana y, sin embargo, inquietante: frente a una pantalla que se actualiza con más velocidad de la que podemos procesar, intentamos retener algo, cualquier cosa, que nos haga sentir que seguimos dentro del mundo y no en sus márgenes. El vértigo se volvió costumbre. La aceleración, paisaje. La distracción, un océano sin orillas.

En este clima, la literatura parece un gesto excéntrico: sentarse, detenerse, respirar. Pero justamente por eso —por lo insólito del acto— es que se vuelve urgente.
Porque cada vez que abrimos un libro interrumpimos la lógica dominante del presente: la lógica del apuro.

I. La lectura como resistencia silenciosa

En el imaginario contemporáneo, “producir” es sinónimo de “existir”. Aun cuando estamos exhaustos, la cultura del rendimiento insiste: no pares, no aflojes, no te detengas.

Leer es lo contrario.
Leer es lo que ocurre cuando nos permitimos un tipo distinto de productividad: aquella que no rinde cuentas.
La literatura no produce métricas. Produce otra cosa: conciencia. Claridad. Interioridad. A veces, consuelo.

No es una evasión.
Es una forma de volver a entrar en contacto con el mundo, pero con una mirada más lenta, más honesta, más humana.

II. La ficción como laboratorio moral

Los grandes relatos —de Borges a Toni Morrison, de Saramago a Chimamanda Ngozi Adichie— funcionan como eso: laboratorios donde ensayamos preguntas que la vida real nos exige responder sin manual.

¿Qué es la dignidad?
¿Dónde se traza el límite entre justicia y venganza?
¿Qué significa amar cuando todo alrededor se desmorona?
¿Quiénes somos cuando nadie nos mira?

La literatura sigue siendo el espacio donde podemos vernos en versión ampliada, con nuestras contradicciones al desnudo, sin la obligación de resolverlas en cinco segundos. En tiempos de polarización y pensamiento binario, un buen libro nos devuelve la complejidad que el algoritmo recorta.

III. La lectura en la era del ruido

Hoy consumimos textos reducidos al formato snack: hilos, captions, titulares que prometen una idea total en 12 palabras. El ruido se confunde con información y la velocidad con profundidad.

La literatura —la buena literatura— es el antídoto.
No porque sea elitista, sino porque exige algo que casi ningún otro espacio exige: atención plena.
Un libro no compite. No tira notificaciones. No te persigue.
Te espera.
Y en esa espera se produce el gesto más revolucionario del siglo XXI: la calma.

IV. El libro como objeto emocional

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En tiempos donde las cosas parecen perder peso, un libro recupera el valor de lo táctil.
Su textura, su olor, su materialidad nos recuerdan que no todo es líquido ni fugaz. Hay objetos que guardan memoria: subrayados, manchas, dobleces, la sombra de quién eras cuando lo leíste por primera vez.

La literatura no es solo un texto.
Es una biografía paralela que escribimos sin darnos cuenta.

V. ¿Y qué lugar ocupa en nuestras vidas ahora?

La literatura no es un lujo intelectual.
Es una herramienta de supervivencia emocional.

Cuando el mundo se vuelve inhóspito, un libro ofrece un refugio que no es escapismo, sino un espacio para recomponer el pensamiento.
Cuando todo grita, la literatura susurra.
Y en esa voz más baja, más humana, más íntima, empezamos a ver con nitidez.

VI. No es que la literatura vaya a salvarnos. Es que nos recuerda por qué vale la pena salvar algo de nosotros.

La vida contemporánea nos empuja a un tipo de existencia plagada de urgencias artificiales.
Los libros, en cambio, nos devuelven preguntas esenciales que no se rinden ante la velocidad.

Quizás por eso seguimos necesitando la literatura:
porque, aun cuando el mundo acelera, la lectura nos enseña a sostener el pulso.

Por Mateo Alvar

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